La señora de mirada impávida y el hombre de piel dura

En este pueblito linchan a criminales y sospechosos. San Luis Tlaxialtemalco. Por alguna razón que sólo dos personas conocemos, mi travesía diaria comienza aquí a las cinco de la mañana. A veces antes. Generalmente, como mi parada está cerca del pueblo de Tulyehualco, donde se encuentra la terminal, el pesero todavía me ofrece asientos vacíos para poder continuar mi sueño interrumpido de las tres cincuenta. 

Ayer mi pesero de lunes enjambrado no me ofreció un lugar para sentarme. Lo interesante, sin embargo, es que he llegado a un punto tal de bendecida soledad durante mis viajes de dos horas, que lo mismo da dormir sentado que parado. 

No puedo evitar aún así echar un ojo a la gente que me rodea. Los que van sentados son mayormente hombres morenos, locales de rostros duros. Fuertes correosos, trabajadores que, como yo, salen de sus casas esperando encontrar algo de descanso durante el viaje a la faena. Parados quedaron igualmente mis vecinos que no conozco, quienes acaban de subir al camión conmigo. Un señor todo de blanco, pálido él, con canas en la barba de días. Más atrás, otro señor todo enorme, delgado pero fuerte de piel. Y finalmente, el último pasajero de a pie: una señora con traje sastre azul que seguramente está parada con un pie en el escalón de bajada y otro sobre el pasillo.

Apenas instalándome, el camión hace paradas nuevas, y más gente sube. Parece que este lunes de octubre estará un poco movido. El chofer, que platicaba con su típico amigo colgado de la puerta, interrumpe sus comentarios sobre la Feria del Mole que se celebra en San Pedro Atocpan, dos pueblos más arriba, para pedir a los que vamos en el pasillo que por favor formemos dos filas y nos recorramos para dejar espacio a los que van subiendo.

Me dispongo a hacer lo que se me indica, y en instantes caigo en cuenta de que no lo logro: los pies de la persona junto a mí, el señor de la barba blanca, siguen inmóviles. Y también los del hombre más atrás. Y después, los de nadie más. Giro mi cabeza para averiguar lo que ocurre, y todo lo que puedo ver en la oscuridad del fondo del camión escasamente alumbrado por los faros de los coches que nos siguen de cerca es un espacio vacío entre nosotros, las personas, y la señora del traje azul.

Por un momento, contagiado por el sentir general de los que tratamos de cumplir la orden dada, me entra un atisbo de frustración. Pero, bueno. Por alguna razón que no intento siquiera comprender, todos nos apretujamos al frente del pesero y la señora permanece inmutable, mirada al frente, sin pestañear con sus ojos pequeños y sin gesticular con su rostro pequeño y redondo, moreno mate. Agazapada sobre los escalones y el pasillo con casi dos pasos de distancia entre ella y el más próximo ocupante del pasillo. 

Trato de cuando menos cerrar los ojos y dormitar, recargándome en mi propio brazo colgado del tubo del techo, pero no lo consigo pues, al parecer, este lunes no tiene intenciones de parar de llenar el autobús. Paradas en San Gregorio Atlapulco, lugar donde el agua revolotea, y la señora sigue con su gesto mudo y sin encender. 

Ha llegado al punto en que no sé si no avanzamos por respeto o por miedo. Ese miedo que se le tiene a la directora de la escuela en la primaria, pues su facha es tal, o el respeto que los directivos muestran a los inspectores de la secretaría cuando vienen de visita. El caso es que mientras en dos terceras partes del camión vamos nosotros, los apretujados, la otra parte la ocupa ella, sola y, al igual que todos, sin atisbar un pedazo de sueño dormitado. 

Me empujan. La pequeña masa intransigente de gente enlatada trata de liberar la presión y, de alguna manera, me las arreglo para pasar por entre los hombros del señor de barba blanca para darme cuenta de que el otro señor enorme y de piel fuerte es quien nos ha mantenido a todos a raya. Agarrado de ambos tubos, piernas y brazos abiertos para ocupar más espacio, no permite el paso ni de las moscas. Y la señora impávida, mirada al frente, parcialmente escondida detrás del último asiento antes de la puerta, guarda silencio. ¿Cómo -me pregunto al fin- es que ha logrado ejercer su propio ámbito imperecedero en el fondo del camión? ¿Quién es este señor que tanto respeto le tiene?

Ante los empujones, yo ya cedo y también defiendo su pequeña estancia. Guardo mi lugar, tanto como puedo, y, al hacerlo, defiendo el suyo, que parece estar ahora sí envuelto en un aura protectora de autoridad etérea. No sé si describirla como celestial, mágica o diabólica, pero lo que es un hecho es que no necesita de mi definición: el aura ahí está. 

El camino se accidenta, los baches nos tambalean a todos, mas el grande señor sigue fiel a su misión de dragón.

Pasamos ahora por donde están desmembrando la calle porque la van a repavimentar, y ahora sí el traqueteo se vuelve inconsistente, y casi malévolo. Entre tanto bailongo involuntario, la cabeza de un niño de rostro apisonado de menos de 10 años se deja ver detrás del último asiento, encaramado entre ambos brazos de la señora del traje, sobre los escalones de salida. Y de pronto, todo cobra forma en un momento dentro de mi mente, al tiempo que llegamos a la parada donde está la bifurcación del camino a Cuauhilama, ya en el centro de Santa Cruz Acalpixcan.

Gente se para de sus lugares, gente que estaba parada camina por el pasillo, la puerta trasera se abre por entre los escalones donde la señora del traje sastre protegía al niño que acabo de descubrir, y todo el gentío se desparrama. Lugares ahora vacíos son ocupados por otros usuarios del colectivo. Personas tratan de entrar y de salir al mismo tiempo por ambas puertas, y ahora la mirada de la señora deja de ser férrea e impávida, y se vuelca a suplicante y amenazadora. Qué envolvente momento me abarca y qué tan imposibilitado de acción estoy entre tanto desbarajuste. Nada hay por hacer, y estoy casi seguro según veo que la señora será expulsada con todo y niño por la fuerza imparable de la masa ingente que está a punto de ser escupida por la puerta trasera del camión.

Sin embargo, una voz grave los llama y crea un silencio expectante entre la muchedumbre: «Acá hay lugar, Martha.» 

No hay flujo. Todos debemos esperar a que ella y su niño ocupen los dos lugares que ahora el señor de la dura piel les tiene apartados al fondo del camión para poder continuar con el desparrame natural de las personas de dentro y fuera que se intercambian unas por otras. Ambos, madre e hijo, caminan agachados bajo la protección del hombre que ahora se asemeja a una especie de boscosa entidad. Parece árbol. Torcido, pero inamovible. Frío ente protector.

La señora habla con la misma voz que yo esperaba que tuviese. Grave y nasal. Gracias, dice. Se apea, con su nombre humano, y sienta al niño, al tiempo que el tiempo, que estaba como en pausa, sigue su correr ahora más estrepitosamente que antes. El chofer del autobús nos recuerda a todos, con su voz de mando experimentado en las artes del pesero, que hay que formar dos filas a ambos lados del pasillo. Pero si la gente no ha terminado siquiera de bajar o subir. Alguien despierta de su sueño frente a mí, gracias al anuncio del conductor, y se para de su lugar para meterse por debajo de mis brazos e incorporarse al flujo de los que salen. Un lugar para mí, el cual tomo, no por gandalla, sino porque, de no hacerlo, yo también seré vomitado por la puerta trasera. 

Entre las posesiones más preciadas en esta ciudad, el espacio para sentarse durante las travesías cruzando delegaciones es más que el oro. Mientras pienso en esto, recuerdo que la señora está repachingada dos asientos detrás de mí, con su hijo anteriormente invisible y su esposo que quizás no lo sea a ambos lados de ella. Los tres usando el oro prestado en este viaje, siempre valorado, pero rara vez dador absoluto de satisfacción, pues en estos transportes, su tamaño es tan irrisorio que a veces mejor resulta quedar parado. 

Seguimos la ruta, y pasamos por Santa María Nativitas: el embarcadero de Zacapa y el nuevo. Después el Deportivo, y aquí, despuesito del Mercado Madreselva, es donde la rodada se torna caótica como vena cava haciendo explosión pero al revés.  Veintenas de microbuses, peseros y bici-taxis confluyen con otros tantos automóviles desde el manglar xochimilca. El delta que no desemboca, sino implosiona en División del Norte con dirección de Periférico está anudado, inevitablemente caído cual sistema de conteo de votos, pero real.  Uf.  Si mi ruta siguiese por División del Norte, tan sólo llegar a Periférico tomaría al menos otra media hora.  

Afortunadamente, mi trayecto dobla a la derecha en el Deportivo con rumbo del Tren Ligero que, aunque lento, no será forzado a este avance de tartamudeos imprevisibles.  Las últimas cuadras de mi primer tercio de viaje están por terminar, y la señora de mirada impávida y su dúo de acompañantes están ahora sumidos en el anonimato del fondo del pesero compartiendo una bolsa de pistachos.   Y así, conforme más de la mitad de la gente se dispone a hacer su transbordo conmigo, le echo una ultima mirada a la familia que antes parecía intocable y ahora se desvanece transitoria en la selva del DF.

Acerca de Hugo Dragón

Amo escribir, y el poco tiempo que tengo para hacerlo lo vivo intenso. De ahí la estructura corta de mis relatos. Algún día aprenderé a promocionarme...
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